Cosquín Rock, el Valle de Punilla y la montaña en la cultura

Cualquier boludo puede llegar a tener un cargo ejecutivo. Incluso el más alto de un país. Dejando eso de lado, hay personas –en general habilidosas y/o consistentes– que por diversas vías pueden llegar a amasar una magnitud de poder válido. Pero nadie alcanza el poder verdadero, el poder exacto, de la montaña. La montaña es la última resistencia del planeta. A prueba de errores. ¿Cuántas nacieron con el mundo? ¿Cuántas murieron?
La recompensa de la montaña
Toda gran civilización reserva para sus picos geográficos una naturaleza divina y un efecto transformador. Tiene sentido que ése sea el incentivo de la montaña, porque será belleza, será pureza, será grandeza y dará perspectiva, pero la altura también es exigencia, agotamiento, falta de aire, deshidratación, bichos, hambre, calor, tormenta, avalancha y sangre. Una quest exigente para personas, para caballos, para camionetas.
La montaña reclama de quien la pisa una energía excepcional, una atención extrema, porque sin necesidad de hacer nada por sí misma, te puede matar. Es por eso que su recompensa debe ser altísima. Y, tradicionalmente, les concedimos las más grandes: para algunos pueblos premian con la inmortalidad, para otros son hogar de los más altos poderes, un portal a otros mundos, o el centro y eje mismo de nuestro planeta.
Aprendemos de las creencias de las culturas andinas y preandinas, pero las cumbres míticas se replican en todas las civilizaciones y religiones, como las mesopotámicas (los montes Zagros), la griega (el Olimpo y el Parnaso), la celta (las colinas Tara), la hindú (el Kailash del Himalaya), la inca (Machu Picchu), la maya (Chichén Itzá), la azteca (Popocatépetl), la judeocristiana (el Tabor), la islámica (Arafat, la "Montaña de la Misericordia") o hasta el budismo shingon japonés (el Kōya entre las montañas Kii). ¿Y si los egipcios edificaron las pirámides ante la falta de una cumbre omnipresente?

El Valle de Punilla
Las sierras de Córdoba son las primeras montañas que se ven yendo desde Buenos Aires hacia el oeste, donde después vienen Los Andes, Chile y el Pacífico. Son dos tiras de formaciones rocosas paralelas, como un par de rayas peinadas en el noroeste de la provincia, que vienen en formación desde el Paleozoico (580 millones de años atrás) y que llegaron a su estado actual hace unos 25 millones de años, 5 millones antes que la Cordillera andina.
A dos horas de ruta hacia el norte está el Cerro Uritorco, con sus casi 2000 metros de altura y toda su estatura mítica y mística. A tres horas de ruta hacia el oeste, en el Valle de Traslasierra, están Pocho, sus chimeneas volcánicas del Mioceno y sus exóticas palmeras yatay, un área de peregrinación histórica que se recorre en caminatas de tres días con guías. Y a cuatro horas y media al suroeste, cerca de Villa Dolores, está el Cerro Champaquí, el punto más alto de la región, a 2790 metros sobre el nivel del mar.
Pero uno de los lugares más flasheros de toda Córdoba es la localidad de Soto, cerca de las sierras también, donde se encuentra una roca única a nivel mundial, sólo registrada ahí y en un lugar de Japón llamado Minederayama. Es la cordieritita, una piedra exclusiva, que se puede ver vistiendo las escaleras del Patio Bullrich: un tipo muy particular de granito orbicular, con manchones a la manera de la piel de algún felino.
Ubicado en el medio de esas barras paralelas de sierras y a 50 kilómetros al oeste de Córdoba capital yace el Valle de Punilla, una zona de terrenos ondulados, de a ratos escarpados, de tierra, roca y yuyal, ladeada por el Río Cosquín y coronada por montes de arboledas y barro, tan húmedos como corresponde a una zona con tantas corrientes que directamente se las numeró: Río Primero, Segundo, Tercero, Cuarto, Quinto...
Punilla está más o menos por el centro de la transversal montañosa que va de Embalse Río Tercero, en su extremo sur, creciendo hacia el norte hasta La Cumbre y Capilla del Monte. En total, la trama montañosa tiene una extensión de 430 kilómetros, un poco más que la distancia entre el Obelisco porteño y la Rambla marplatense. Mirá si hay para caminar.
Cosquín Rock y la montaña
También es en parte por haber fijado su residencia ahí, en el Aeroclub de Santa María de Punilla, que el Cosquín Rock se terminó de imponer como uno de los más grandes, más ruidosos y más fuertes de los festivales argentinos. Para las personas que trabajan en la industria de la música, de artistas y técnicos a productores, prensas y periodistas, Cosquín Rock es una de las experiencias más lindas y exigentes del año. Para el público, por supuesto, también. Todas las ediciones hay alguien que dice "Este es mi último Cosquín" y todos los años hay también alguien que dice "Cómo extrañaba venir a Cosquín". Factos.
Con 25 años de historia, Cosquín Rock también es el más grande de los "festivales de montaña" que se hacen (Wine Rock, en Luján de Cuyo, Mendoza) o se hicieron (Rock del Valle, en Tafí, Tucumán, del que en 2010 hice la crónica más falopera de mi vida) en Argentina. De hecho, es uno de los eventos públicos regulares más convocantes no sólo del país, sino a nivel mundial.
A escala global, el Cosquín Rock entra en un selecto grupo de festivales musicales de montaña, que sin dudas tiene como emblema al Fuji Rock Festival japonés, que se hace a fines de julio en las montañas de Niigata, cerca del mítico Monte Fuji. Empezó poco antes del Cosquín, en el '97, y actualmente junta más o menos la misma cantidad de artistas (varias decenas) y de público (alrededor de 100 lucas gente). Por debajo del Fuji y Cosquín, el abanico se expande desde el Telluride, un festival de bluegrass, folk y americana en las Montañas San Juan (Colorado, Estados Unidos), al Snowbombing, uno de house y techno que se hace entre pistas de esquí chetas, bosques nevados e iglúes en los Alpes tiroleses (Mayrhofen, Austria). "Snowbombing", nom-bra-zo.
En estos casos, como en los religiosos, la peregrinación a la montaña –que a veces se hace a pie y a veces se hace en micro desde González Catán escuchando Los Redondos– resulta la antesala del verdadero esfuerzo, que es el ascenso de la montaña –que a veces se hace con agua y a veces con fernet 70/30 cantando Los Redondos–. Cosquín Rock es tal vez la forma más ruidosa en la que la cultura toma posesión de la montaña por un rato, pero el arte, las creencias y los relatos están plagados de montañas, así como las rocas están rodeadas de todo tipo de locos simbolismos.
Los picos de la cultura
Hace siglos que el mundo moderno no le agrega misticismo a las formaciones rocosas pero sí jugó a imitarlas con los rascacielos, los obeliscos y las montañas de basura del CEAMSE y sus sucedáneos internacionales. Después de la religión y de la industria vino la cultura de masas y, con ella, la montaña ganó nuevas capas de simbolismo en el cine, la literatura, el cómic y los videojuegos. Casi siempre como un territorio misterioso, guarida de héroes y villanos, o como una metáfora –más o menos volada– sobre las luchas internas, la maduración personal o la conexión espiritual; sobre el valor del sacrificio, la perseverancia y bla.
En los cómics, Marvel tiene el Monte Wundagore y el Crom, los picos de Krakoa, el vibranium de Wakanda y los búnkers en la montaña de Magneto, mientras que DC tuvo la sede montañosa secreta de la Fortaleza de Solitude de Superman, el Monte Justice o las montañas de la Isla Paraíso.
Hay películas que van desde el culto clase B de La bestia de la montaña, de 1956, donde la "montaña" es una lomadita al final de un campito que alberga un T Rex; hasta el culto hipsterizado de Into the Wild, donde la "montaña" es dejar de ser un pendejo. La literatura tiene las elevaciones de Arrakis en Dune, las Bridle en Hyperion, las Montañas de la Locura de H.P. Lovecraft, y tiene La Comunidad del Anillo, que son como 200 mil palabras de Tolkien sobre una caminata a la montaña.
Y casi me olvido de Magic: The Gathering y de la montaña como fuente de maná y fortaleza, del fuego y los dragones, los enanos y el oro. El segundo mejor color de Magic después del negro, cuyo símbolo es la calavera, es el rojo y lleva por símbolo una montaña. La montaña como el poder apenas inferior al poder de la muerte.
Aunque, a mi paladar, uno de los ámbitos más lindos –en paralelo a la literatura– para meterse en situación de montaña desde el arte, son los videojuegos. Seguramente el caso canónico sea Journey, de 2012, que literalmente consiste en peregrinar hacia una montaña resplandeciente, en compañía de una música épica que fuerza la sensación de transición espiritual. De un modo más interactivo, Breath of the Wild, de la saga The Legend of Zelda, también tiene a Link deambulando por un mundo abierto de sierras, valles y montañas, haciendo la que le pinte.
Otros casos podrían ser Shadow of the Colossus, donde las montañas son el primer monstruo a vencer antes de cada enemigo en sí. O el propio Elden Ring, tal vez el más ecuánime de los hits del gaming pospandemia, que tiene los Picos de los Gigantes y recompensa a quienes caminan sus más zarpadas montañas con unas dosis igualmente épicas de loot y poderes. Incluso Red Dead Redemption 2 o hasta Fallout: New Vegas tienen bastante en esa línea de deambular entre formaciones rocosas.
Y está la música, por supuesto, y entre ella el rock argentino. Por empezar, la leyenda de Sumo –una de las cinco bandas más importantes en la historia del rock local– en Nono, 130 kilómetros por ruta desde Punilla, que incluye la asistencia perfecta de Las Pelotas a todas las ediciones del Cosquín Rock. También las montañas de agua y sal de Mariposa tecknicolor, de Fito Páez, bien serían las de las Salinas Grandes, cerca de las sierras cordobesas. Bersuit es mucho más literal –no importa cuándo leas esto– en El tesoro: "En las montañas de Córdoba te encontraré".
Pero si hay una frase que me encanta es, como no podría ser de otra manera, una de Adrián Dargelos. Y me sirve por la carga de continuidad que le pone al asunto de la travesía en la montaña. En El maestro, una de las canciones más sencillas y perfectas de Babasonicos, él canta: "Que al pie de la montaña hay alguien que me espera para ayudarme a ver a través". Es que lo sabe cualquiera que haya hecho cumbre alguna vez. Desde la cima de una montaña, una de las cosas que se revelan es la existencia de infinitos picos y ondulaciones en el terreno. No se termina nunca. Pero se transita, por supuesto, con la XP entregada por cada montaña que se pisa.