Los aviones comerciales son nefastos. Una forma burocrática y desalmada de volar. No niego que sean la forma más común e incluso útil, también, ni que el Estado deba tener su aerolínea de bandera y sus Fuerzas Aéreas, así sean deficitarias. Me refiero a que, en general, los aviones son una reverenda mierda. Y más sus aeropuertos, el peor lugar de todos, un circo de inconveniencias.

Para empezar, es marginal la cantidad de gente que viaja por el día, así que siempre acarreás equipaje cuya utilidad real es una incógnita. Tirás del carry-on o te deslomás con el bolso porque necesitás protegerte para días y noches del futuro, básicamente porque no vas a estar en casa ni con tus cosas y sobre todo porque no tenés tanta guita como para que no te preocupe quedarte sin abrigo, protector solar o... ¿hisopos? ¿Posta?

Así que para el avión y el viaje nos abastecemos de entretenimiento, ropa, consumibles y drogas, y todo eso es muy inconveniente de llevar. Especialmente las drogas. Aunque con REPROCANN hace un tiempo que volar con cannabis es más sencillo.

Llenar una valija y tener que despacharla es perder el juego contra el avión. Pero reducir todo a un bolsito de mano o mochila también es perder el juego contra el avión. La primera lección para volar en avión es que siempre vas a perder contra el avión.

Igual, está bien. Es volar, siempre va a estar bien. Los primeros minutos es todo nuevo, un campo de confirmaciones o refutaciones para un imaginario que la cultura nos implanta desde bebés. Pero al poquito tiempo se desvanece la sorpresa y aparecen la incomodidad física, la convivencia obligada con gente random, las comidas y bebidas malas y caras. En los aviones se ofrece la peor presentación y temperatura de Coca-Cola del mercado.

Vuelos comerciales: una coreografía pelotuda

Cuando era chico, a comienzos de los '90, viví unos años en Santiago de Chile por el trabajo de mi viejo (carpintero). Así viajé las primeras veces en avión con mi familia, aunque no registré lo increíble que era volar hasta más de una década después. Pero siempre recordé muy bien la comida caliente, a mi viejo fumando, bebida a demanda, golosinas sin cargo, auriculares y pines gratis.

En cambio, todos los viajes en avión que hice como adulto -todos después de la crisis de 2001 y de la caída de las Torres Gemelas- me fueron insoportables, más allá de no haber pasado momentos peligrosos y de haber pagado realmente pocos. Por trabajo o por gusto, viajé a la quinta parte de los países del continente y a un tercio de las provincias argentinas. Siempre la pasé como el ojete.

Volar en aviones de línea es frustrante, incómodo y tedioso. Todo lo que hay para ver y oír es un martirio. Las coreografías están repetidas al infinito: los diálogos, los consumibles y los protocolos, todo está híper procesado y estandarizado. Además, tomar un avión siempre es tenso porque el sistema te lleva a estar ansioso, los plazos son exagerados y los NPCs que entran al avión con vos se ponen muy pelotudos. Sí, vos también.

Y una vez arriba, lo que aparece es una experiencia súper rebajada de vuelo. Un avión de línea hoy es un simulador. La visibilidad para afuera es residual, accidental, marginal. Se da de casualidad, digamos. A nivel físico, si no hay turbulencia y pozos de aire, solo se siente un poco de vértigo en el pecho y ocasionalmente en el culo. Ah, pero la molestias en pies y rodillas, ésas aparecen en cada vuelo de más de unas horas.

Suelo bajar de los aviones con la misma sensación que cuando los niños de la familia intentan sacar muñecos de las maquinitas. Con la diferencia de que el avión sale un huevo más.

Avionetas: crujen las costuras del metal

La versión XS del avión puede, en cambio, ser muy memorable. El año pasado viajé con un contingente de prensa a Córdoba para cubrir la final argentina de la Red Bull Batalla en El NO de Página|12. Entre otras cosas, freestylers y periodistas tuvimos un vuelo de bautismo en avioneta sobre el Uritorco y una zona cumbrera divina donde Red Bull tiene un hangar y patrocina la escuela de vuelo Aeroatelier. Me adelanté unos metros al grupo para terminar el porro y fui el primero en escuchar al piloto preguntar quién quería ir de falso copiloto. Muy raperos los pibes pero se regalaron y viajé adelante.

Aviones y avionetas comparten, a distinta escala, un mismo panel o tablero de chiches, lleno de cositos. Como un sintetizador de gran escala, con interfaces tan primitivas como efectivas de geoindicadores, sonares, switches, sliders, pitutos y sorongos. Por encima de eso, una trompa de avioneta y una hélice que parece congelada. Más allá, el futuro.

La sensación de suspensión en el cuerpo es más intensa en una avioneta que en un avión, entre otras cosas porque a nivel de complexión son un poco como estar dentro de un auto que despegó vuelo. El viento penetra las costuras del metal, los paneles de las avionetas aletean, pestañean, crujen. La cuerina chilla un poco y cuando el piloto tira maniobras la gente chilla también.

Sobre el final del paseo, el tipo regaló un par de ascensos y bajadas en caída libre. Algo 40 niveles por debajo de lo que le hicieron al freestyler cordobés Mecha para la promo de la Batalla, pero igual una experiencia mantecosa. La sensación de gravedad cero es fascinante. Dura segundos nomás, pero hay vuelos comerciales de horas y horas donde no hay un minuto que tenga esa pimienta.

Paracaídas: top tier de la experiencia aérea

En realidad ya había tenido una experiencia previa en avioneta, para tirarme en paracaídas en la zona de Chascomús. Puede ser exagerado -todo este texto es una exageración, ¿qué no viste?- pero en ese tipo de avionetas se llega al punto de salto con más cagazo de quedarse arriba, con la nave siendo castigada por el viento y exigiendo su motor, que de saltar al vacío.

Cuando finalmente saltás, hay un rato largo de esa caída libre en el que no te acordás ni del instructor que tenés enganchado ni de la avioneta de la que saltaste ni del amor de tu vida que estaba ahí con vos. Se activa una zona de la mente solo reservada para esa situación, en la que los cachetes se inflan como un par de tetazas. "Esto es lo mejor del mundo" seguido de "Me voy a hacer recontra mierda".

Caés como a 250 kilómetros por hora, desde unos 4000 metros de altura, durante casi un minuto. Debe estar entre las velocidades top que puede agarrar un cuerpo humano sin tracción mecánica, sólo mediante esfuerzo o gravedad.

Llegado a cierto nivel de altura, el instructor abre el paracaídas y volás bajando, tranca, te tira algunos trucos, y durante unos minutos más, pueden ser 6 o 10 o 12, bajás mirando el campo verde, los piletones, las quintitas. Y, más allá, un país de la concha de la lora.

Cuando aterrizás, hacés dos pasos y flaquean las piernas. Mal. Dan ganas de vomitar. Pero de vomitar de amargura y vomitar de envidia, porque esos tipos y esas minas que se te enganchan hacen eso a diario. Top tier de la experiencia aeronáutica, el parachute.

Parapente: la aerosilla que salió volando

Tal vez por el medio de todo esto esté el parapente, que aunque funcione bajo otro concepto igual se siente como una especie de hamaca para volar sin carrocería.

Hay vuelos de bautismo "de campo", que en Buenos Aires se hacen por ejemplo en San Antonio de Areco. En esos casos se remonta el parapente como barrilete, usando un cuatriciclo o una camioneta, y se sube hasta unos 500 metros de altura. Ahí el piloto lo desengancha y te lleva a una ronda de vuelo libre que no tiene muchas piruetas para ofrecer.

Es un paseo. Como la aerosilla, pero con un pedazo de paracaídas encima. Como una montaña rusa, pero en ralentí. Es un paseíto que trae una sensación muy linda de frescura, y de una libertad que solo provee el aceptarse pequeño. En el medio vas viendo campos, más campos, arroyos, manadas de animales, animaladas en las rutas, otros campos, algún choque en cadena, perros culeando en el campo.

También están los vuelos de bautismo "de costa", que en Buenos Aires se hacen por ejemplo en la zona de los Acantilados de las playas que están entre Mar del Plata y Chapadmalal, pero con automoción vía hélice y una propuesta con más movimiento, con las olas de banda sonora y la gente hormigueando en la arena, en general de mañana o cerca del atardecer. Cine. Cine voyeur, playero y volado.

Volar siempre va a estar bien

Eso, volar siempre va a estar bien. Está lleno de propuestas para hacerlo. Los aviones comerciales, los de aerolínea, cumplen una necesidad concreta aunque cargan con una UX inconveniente y decepcionante, de la que también es culpa la burocracia estatal y especialmente la gente, que cada año se pone más pelotuda para viajar.

Por suerte tenemos los saltos en paracaídas, los vuelos en parapente y las piruetas en avioneta. Tenemos esas droga, y hay muchos flashes más allá arriba. Los helicópteros. Las aeronaves militares. La Estación Espacial Internacional. Los ovnis. Los globos aerostáticos. Oh, los globos aerostáticos.

Ahora volá de acá.