"You can't cancel the fans", dice Ninja sobre el escenario del C Complejo Art Media. Es la noche del martes 12 de noviembre de 2024 y es la segunda visita al país del clan sudafricano de rap rave Die Antwoord. O debería decir "del clan sudafricano de rap rave denunciado por sus hijos adoptivos por ejercer explotación laboral y violencia sexual contra ellos", Die Antwoord. O tal vez lo que debería decir es "la pareja sudafricana de cantantes denunciados por sus hijos adoptivos, por una rapera y por varios colaboradores, que igualmente decidí ir a ver en vivo", Die Antwoord.
Como muchos los conocí entre 2010 y 2011, cuando vi los videos de Enter the Ninja y Evil Boy y flashé con esa estética intratable, ese sonido mierdoso y esa forma de rapear en un idioma que no lograba descifrar. Me fanaticé bastante durante esos años y ya para 2012 me había convencido de que eran algo notable. Unos años después, a comienzos de 2015, llegué a romper las bolas con esta nota en Página|12 pidiendo que alguien los trajera. Finalmente, en 2016 vinieron a La Rural como parte de la programación satélite del Lollapalooza 2016 y pude ir, acreditado como prensa. El show estuvo bien, mucho rap fitness raver, Yolandi mostrando el orto, Ninja siendo la pila de basura blanca más alta del vecindario. Pero su mambo me había ido dejando de interesar. Ya para la pandemia, eran un consumo retro que había envejecido peor que Hot Chip o MGMT, por caso.
La cosa es que conseguí otra acreditación de prensa para el recital de este martes, para una crónica que todavía no publiqué porque, habiendo pasado ya varios días, la banda sigue sin aprobar el material fotográfico disponible. Había escuchado en su momento los últimos discos que sacaron. No me había pasado nada pero quería volver a verlos. Tampoco me había enterado, hasta esa misma tarde por un comentario de mi sobrina, que los propios hijos adoptivos de Ninja y Yolandi los habían denunciado por explotación infantil y por distintos hechos de violencia, abuso o de exposición a situaciones en el espectro mala onda de lo friki.
Me sentí raro todo el tiempo que duró el show, y todavía dudo de qué voy a terminar escribiendo para el diario. Estoy a dos voces internas, como cuando Ninja agarró a un nene del público que le arrimaron y lo subió en hombros al escenario. La sensación fue casi 50/50 entre "qué flashero esto para ese nene" y "violín de mierda, no toques a ese pibe".
No tengo muy claro cómo me paro ante la llamada cultura de la cancelación. En todo caso, tampoco siento tener que ser unánime en mis reacciones ante las denuncias, los rumores o las confirmaciones que escucho o leo por ahí. Sé con total seguridad que repudio el abuso y que quiero que se condene en todos los ámbitos y siempre. Propongo especialmente que el abuso infantil se castigue con los máximos y más dolorosos recursos de vilipendio que existan; y lo dejo por escrito: a los violadores de niños ni justicia. Pero no sé bien qué onda con escuchar discos de El Otro Yo, Die Antwoord o Arcade Fire, por ejemplo. Todos denunciados, todos cancelados.
El miércoles, mientras todavía masticaba esto, me topé con la noticia de que habían condenado a 27 años de prisión al cantante indie Miguel del Popolo por violación, abuso y violencia contra varias pibas. Los testimonios narraban un nivel alto de sadismo y perversión. A él lo conocí como Migue, de La ola que quería ser chau, un tipo y una banda con la que hace 15 años, en los albores del indie, compartimos varias fechas. Una banda a la que como editor del suplemento NO de Página|12, yo había decidido poner en tapa. Como también otras veces a El Otro Yo, a Die Antwoord y a Arcade Fire. De esa camada del indie les cayeron denuncias a un montón: el otro caso resonante fue el de Maxi Prietto, de Prietto viaja al cosmos con Mariano y Los Espíritus. Pero el de Del Popolo trascendió sobre todo por lo brutal de los testimonios de tres pibas que denunciaron violencia y abusos con acceso carnal, en uno de los casos de forma reiterada.
El método con el que esas pibas denunciaron todo públicamente en 2016, mediante videos en redes, marcó una época y fue parte del Me Too del rock argentino. Por esos días, las culturas juveniles quedaban alborotadas también por las muertes en la edición argentina de la UMF, Ultra Music Fest, que volverá a realizarse el año que viene: a veces parece como si nada pasara.
A medida que corrían los días, las semanas, los meses, los años, muchos otros músicos argentinos terminaron denunciados o escrachados o diciendo forradas totales (Cordera, Walas). Cristian Aldana, ex cantante de El Otro Yo, fue el victimario más visible. Fue condenado a 22 años de prisión por abuso sexual gravemente ultrajante y corrupción de menores, luego de la denuncia de siete mujeres que aseguraron que las había violado cuando ellas tenían menos de 18. Demostrado por la justicia, Aldana es un violador de menores. No hay universo posible donde eso no sea repudiable. Y sin embargo cada tanto un estribillo suyo se dispara en mi mente.
Siempre será más fácil cancelar a alguien que no te dio nunca un buen momento (un pogo, una canción que te emocionó, una risa en una película). Siempre será más fácil cancelar a un villano. Y, por lógica pendular, siempre será más difícil cancelar a un ídolo. Todos tenemos a alguien que admiramos y cuya devoción no va a cambiar, así nos enteremos de las peores atrocidades cometidas por sus manos o en su nombre. Pero todos tenemos también a mujeres y niños alrededor que han sido abusados o violados.
No es un invento, compro esa figura retórica: ¿cómo puede ser que todos conocemos a alguna piba abusada y nadie conoce a un abusador? Ya no hablamos de Chuck Berry, Puff Daddy, Nick Carter, Michael Jackson o el Bambino Veira, sino de tu tío violín que te cae bien porque te lleva a la cancha, del guitarrista de tu banda, de tu compañero de banco en la escuela primaria.
Digo que no sé cómo me paro ante la cultura de la cancelación, pero también digo que lo hipócrita es pretender ecuanimidad. La cancelación se imparte en función de gustos adquiridos. No digo que deba ser así, digo que funciona así: es más fácil cancelar a Gustavo Cordera que a otros, porque ya te cae mal de antes o su música te parece una cagada. Con Walas es más difícil. Y en todo caso, los dos dijeron boludeces. ¿Cuál es el parámetro de la cancelación por decir boludeces? Bueno, tal vez sea no darles tanto el micrófono para decirlas, pero no tengo claro si sus dichos son lo suficientemente chotos como para cancelarlos a nivel laboral. Ahora, los casos de Aldana y de Del Popolo son totalmente distintos. El caso de Die Antwoord, al parecer, también.
Sí estoy convencido de que otros aspectos de la cultura de la cancelación me parecen directamente una idiotez. Todo lo que tiene que ver con la censura a la violencia en el cine o en los videojuegos, todo lo que es el repudio a autores por crear ciertos personajes o hacerles decir a sus discos, películas y libros ciertas cosas, todo lo que es llanto por la representación artística de cosas como el nazismo, todo lo que es alarmarse ante el humor negro. Hay gente que muere de literalidad y lo vemos a diario. Literal. Finalmente, también hay cosas que me son irrelevantes entre mis preocupaciones diarias, muy probablemente porque soy un varón blanco cisgénero con trabajo en blanco y otros privilegios que, evidentemente, me deben convertir en un hijo de puta.
Mi reacción inmediata, no obstante, tiende a ser la de cancelar también. Me la paso cancelando gente por pelotuda, mirá si no voy a cancelar a un violín. Pero trato caso a caso de entender dónde pongo mi límite como persona, como público, como jefe, como editor, como comunicador. El abuso es tan parte del entramado cotidiano de nuestra sociedad que es imposible rodear la cancelación: en la política, en el espectáculo, en el arte, en el deporte, todas las semanas hay que lidiar con alguna situación que obliga a, por lo menos, no seguir como si nada.
Supongo que la inconsistencia en la reacción es un privilegio que tenemos quienes nunca fuimos víctimas de un abuso. Pero sigo sin entender qué hacer con ese privilegio.